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El espíritu del forastero agonizaba en tierras extrañas, invisible a la indiferencia de su padre y al margen de la ternura de la madre. El pueblo de los Afectos vio prolongar la defunción de quien en vida fue: falsificador, aprendiz, monaguillo, predicador, párroco y artificio de sacerdote de la iglesia cristiana. Las contunsiones convulsionaron su indolencia, arremetieron y la decapitaron con las mismas tenazas utilizadas para violentar el pudor de las niñas, así como para afrentar el honor de las mujeres, las mismas que laceraron los mástiles de noviembre y cercenaron los sueños de los rotos. Su bulto reposaba al polvorín del convento, mendigando la misericordia de la indulgencia. Su pergamino de teología asfixiado de humo tras la reja, lo acechaba, reprochando la audiencia del Tavo, y resucitando las premoniciones de don Fili, mientras, en la Factoría de los Sueños de los Rotos, la soflama de una antorcha rutilante hilvanaba la luna, añorando, por una vez más, la memorable hora de los silbidos y reverdeciendo el alegre mariposeo de los mal nacidos...

Aníbal Muñoz Aguirre.